Graffitero del misterio

Era un graffitero a la antigua, al mejor estilo de Kilroy —y también «estaba ahí»—, de esos que ya apenas se ven. Pero con los años se le presentó el síndrome de la centralización. Le dio por acumular sprays de pintura de todos los colores. Los acaparaba y amasaba en un cuarto de desahogo en espera del gran día. Sin embargo, después de unos años comenzó a usar un único color. Muchos pensaron que no era un síntoma extraño, sino una estrategia de supervivencia artística. Otros decían que era para ahorrar los demás colores, pero nadie lo sabía con certeza. El caso es que todo lo pintaba de verde; no para aludir a la virtud teologal o sustentarse en el espejismo de una quimera, sino en el eterno uniforme de la esperanza. No obstante, de tanto gustarle el verde, lo agotó. Pero amaba tanto su espacio y su casa-país, que comenzó a acicalar el viento con sus graffitis, frases y dibujos, como un escudo colorido contra la enajenación ‘de afuera’.

Después de algunos años lo vi y comprobé con tristeza cómo ha descuidado su apariencia personal. Bajo las uñas, el color indefinido y negruzco del abandono, se pierde y confunde en su cara al rascar su barba. Apenas se detuvo a conversar conmigo. Miraba inquietamente alrededor, se disculpó porque estaba apurado y me dijo que tenía mucho trabajo pendiente, pues quiere llenar de mares y botes —sin usar el verde— todas las paredes de la ciudad. Se me acercó como para darme un beso de despedida y me exhaló al oído que va a hacer su propia aurora boreal multicolor, para que no lo espíen los satélites.